Por Antonio Medina Trejo *
Es curioso que Andrés Manuel López Obrador denosta a quienes no están de acuerdo con él llamándolos “conservadores” y “neofascistas”, cuando en sus acciones, vetos, odios y políticas económicas, él es la esencia del conservadurismo.
Sólo hay que recordar, por ejemplo, su propuesta de hacer un referéndum para que el pueblo decida si las mujeres deben abortar o no, o si las parejas del mismo sexo tienen derecho a unirse en matrimonio civil o se les debe negar esa posibilidad. Y qué decir de su reticencia a dar reversa a las políticas económicas neoliberales que tanto criticó de sus antecesores.
“Yo me hinco donde el pueblo se hinque”, dijo en campaña (parafraseando erróneamente al Nigromante), lanzando con su dicho un guiño a los grupos ultra conservadores del país que pronto se unieron a su movimiento, y una vez que pactaron espacios legislativos, no le costó trabajo mimetizarse discursivamente con los líderes religiosos de iglesias cristianas y pentecostales, que abiertamente rechazan los derechos de las mujeres y de la diversidad sexual.
Con el respeto que merece toda fe -que por demás está recordar, en un Estado laico debe estar en el terreno de lo personal y no de lo político- AMLO ha llevado su ideología religiosa a la arena política para entablar conexión con los sectores más retardatarios del país, lo que se ha materializado en la alianza con el ultraconservador Partido Encuentro Social (PES).
Al explicar porqué no fue al funeral de la pareja Moreno Valle-Alonso, reveló una vez su carácter intolerante, pues según él, fue por evitar la “mezquindad de grupos conservadores neofasistas”, fase lapidaria que expresa un alto contenido de violencia simbólica, y que estoy seguro no dimensiona en el contenido de lo que significan cada una de esas palabras.
Su estrategia, consciente o inconsciente, es dividir a partir del binarismo de buenos vs malos, izquierda vs derecha, ricos vs pobres; en donde él, con su idea preconcebida del perdón, se erige en vértice omnipotente y salvador, que purifica con el manto sagrado de su verbo, de su venia y de su clarividencia política.
¿Qué más conservador que esa forma de concebir la realidad? El gran problema del jefe del ejecutivo federal, por el cual votaron más de 30 millones de personas, es que no entiende que no entiende, que está enajenado de si mismo, y que está seguro de que él, y sólo él, es quien tiene la verdad de todo. Cada mañana desde el 1º de diciembre en sus conferencias de prensa reafirma con frases y dichos esa necesidad imperante, casi patológica, de legitimarse como el elegido, y no como el gobernante de un Estado laico que debería ser.
A Andrés Manuel López Obrador no se le puede negar haber logrado lo que pocos líderes en México han podido realizar en los últimos 30 años, que es ser presidente con una mayoría indiscutible que votó por él en una elección presidencial. Y tal vez ese detalle es el que lo hace creer que es el elegido, y todo, absolutamente todo, debe estar bajo su control, además del poder ejecutivo; el poder legislativo y el poder judicial, faltando al respeto a los otros poderes, tal y como lo hicieron los expresidentes priístas del siglo XX.
En esa misma lógica de poder absoluto en manos del presidente, es que todo aquello que salga de su punto de vista o de sus simpatías, es enjuiciado, etiquetado, estigmatizado, discriminado y burlado con adjetivos, desaires, ofensas y con vetos que excluyen, señalan, eliminan, pulverizan… ejemplos, por enumerar sólo algunos: Fifis, pirruris, canallin, chachalaca; y neofascistas, recientemente, entre muchos otros.
Lo que se hubiera esperado de un gobernante que llegó al máximo poder político en un país como México, donde el pueblo logró quitar al partido que gobernó por casi ocho décadas, es que ese hombre fuera el vínculo genuino que promoviera los necesarios equilibrios entre los poderes del Estado, garantizando procesos institucionales transparentes, autonomía entre poderes, con una fiscalía autónoma y hacer política sin adjetivos, aceptando la pluralidad de ideas y no vetando o censurando voces disidentes.
A un mes de haber tomado protesta como presidente de México, Andrés Manuel López Obrador se ha esforzado con ahínco en dividir al país entre quienes están con él y quienes están contra él. No ha dado muestras de ser un demócrata sino un conservador, cuasi religioso, con un rencor acumulado que no le permite ser un estadista, sino un eterno candidato rijoso, que no se entiende en su contexto actual y que reacciona con particular violencia cuando las cosas salen de su control.
Sin duda, López Obrador aplica la máxima de Maquiavelo de dividir para vencer. Sus seguidores enajenados y empoderados replican esa actitud en los microespacios de la vida cotidiana: familias divididas, gremios sociales confrontados, líderes de opinión matizando sus posturas por temor; y en esa vorágine de discusión colectiva, todos los días y a toda hora Andrés Manuel atizando el fuego con adjetivos, dichos, frases y consignas divisorias que estigmatizan a los otros.
@antoniomedina41